Por Carolina Jaramillo Jelvez
Mariquina es un valle con forma de “U”. Los estudios geológicos señalan que fue afectado por diversas glaciaciones hace trescientos mil años. La última treinta mil años atrás.
La regresión de estos grandes muros de hielo, sumado a otros fenómenos naturales, marcaron el paisaje.
Quienes se dedican a la búsqueda de oro saben que el desplazamiento de estos glaciares dejó una riqueza geológica en montañas, morrenas, ríos y quebradas.
Madre de Dios fue descubierta en 1558. Rápidamente se convirtió en el lavadero de oro más grande de Chile durante el siglo XVI. EL Historiador de Mariquina, Gabriel Rivera Gutiérrez, en su libro “Entre Circas y Cañuelas”, señala: “El metal precioso comenzó— a brotar con esplendidez desde las entrañas de la tierra impulsado por la fuerza mecánica de miles de indígenas sometidos al régimen de la encomienda”.
El nivel de opresión ejercida por parte de los españoles a los indígenas, provocó el alzamiento de los huilliches, quienes, un 21 de diciembre de 1559, arrasaron con la ciudad de Valdivia. Cuentan los historiadores de esa época, que los indios en su ira y enojo arrojaron el oro que tenían a las aguas del río Valdivia.
Desde entonces y hasta fines del siglo XIX el oro de Mariquina permaneció oculto. La naturaleza hizo lo suyo, la vegetación cubrió el territorio, ocultando así los lavaderos de oro de Madre de Dios.
En 1898 una empresa constituida en Londres volvió a explotar a gran escala Madre de Dios con nueva tecnología. Se comenzó a pistonear los cerros. Durante ocho años se movieron millones de metros cúbicos de tierra. Se estima que obtenían 0,38 gramos de oro por metro cúbico removido.
La compañía paralizó sus faenas en 1906 y, en 1928, la Sociedad Krugmann & Cía., adquirió las cañerías y pistones con canal y derecho de agua. “El 22 de abril de 1937 nace la mítica Compañía Aurífera Madre de Dios de la mano de capitales ingleses en la cual trabajaron la mayoría de los padres de los antiguos pirquineros que hoy aún residen en las colinas de Pumillahue”, refiere Gabriel Rivera en su citado libro, publicado en 1998.
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Esta crónica nace por el deseo de traer a mi abuelo al presente, reconstruir de forma breve esa historia que sus nietos jamás escuchamos de forma completa, porque a nuestra edad pensábamos que teníamos cosas más importantes que hacer, que escuchar al “anciano” Arsenio Jélvez Miranda, en aquel entonces de 60 años, contar sus historias de juventud en las famosas Minas Madre de Dios.
Mi abuelo era un hombre de estatura media, contextura regular y amigo de muchos. Don Cheno, como le llamaban, nació en la lo- calidad de Estación Mariquina en 1929. Su vínculo con el territorio y la cercanía de su padre con los propietarios de la Compañía Aurífera Madre de Dios, le permitieron ingresar desde muy joven a trabajar como pirquinero. Allí vio cómo las nuevas tecnologías eran capaces de transformar el paisaje.
Su hija, Nuvia Jélvez, no tiene claridad acerca de los años en que su padre se convirtió en minero. Al parecer iba desde pequeño.
— Mi padre decía que usaban pistones para cortar los cerros—, recuerda Nuvia —, había mucho movimiento en el sector, porque venía gente desde diversos lugares a trabajar en las minas. Igualmente, que ellos iban a escondidas en las noches a algunos esteros y ríos para challar orito y así tener mayores recursos para la familia.
Pese a que vivió más de 30 años entre rieles como empleado de Ferrocarriles del Estado, Arsenio nunca borró de su memoria su paso por la minería. Un caluroso día de verano del año 1995 salió al amanecer desde su pueblo ferroviario hasta Valdivia, para luego emprender rumbo a Paillaco, con el objetivo de despedirse de su familia y avisar, de forma sorpresiva, como quien va de paseo de fin de semana, que se iba a con un “paisano”, un desconocido que llegó dateado desde el norte hasta su casa en Huellelhue, para invitarlo a la aventura de buscar vetas de oro en el norte de Chile.
— Conversamos con él, le dijimos que ya no estaba en edad para semejantes andanzas, menos aún con extraños—continúa Nuvia su relato.
Respecto a qué lo hizo realmente cambiar de idea, no hay claridad. Tal vez fueron los ruegos de su esposa o la desconfianza de irse a un territorio desconocido. Sin embargo y muy a su pesar, “Cheno” cerró la puerta a ese episodio de su vida, que prometía aventuras, pero también riesgos.
En abril del 2013, a sus 84 años, Arsenio visitó por última vez los lugares que lo hicieron feliz en su infancia-adolescencia pirquineando, se detuvo en el estero el Llipe, visitó la Escuela Particular N°17 Madre de Dios y fue a conocer la planta Minera de Pumillahue.
Sin embargo, Casa Piedra, el mítico refugio natural de los pirquineros, le fue esquivo. El cambio del paisaje le impidió ver por última vez el murallón de roca serpenteado por el agua cristalina.
— Él nunca olvidó su paso por la mina. Si alguien le hacía alguna pregunta respecto al tema, contaba que había sido minero. Y que tenía muchos conocidos por esos sectores.
Con el paso de los años, llegó el Alzheimer. Sin embargo, sus ojos siguieron brillando cuando le preguntaba por sus años de juventud en las minas de Pumillahue, lugar en que junto a otros hombres revolvían quebradas y esteros, o cavaban túneles para obtener desde las entrañas de la tierra el metal dorado, ansiado y codiciado por todos.
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Viviano Guerra Erices, se crió dentro del pique. Tiene 70 años, vive solo y para llegar a él hay que adentrarse en el valle más de 30 kilómetros por caminos de gravilla que separan a la ciudad de San José de Mariquina con Pumillahue. Sin contar que en la ruta hay que realizar algunas paradas para preguntar a los vecinos si lo han visto durante los últimos días, porque es de pocos amigos, un tanto ermitaño.
Precisamente, este es el recorrido que realizamos junto al historiador de Mariquina, Gabriel Rivera Gutiérrez. A su juicio, Viviano es un tesoro humano vivo, su historia de vida merece ser contada. A Viviano le gusta vivir en soledad. Su derruida casona de dos niveles se encuentra rodeada de grandes árboles. Es de esas construcciones antiguas, de tablones aserrados con locomóvil. Por sus ventanas ya no entra el sol, están tapeadas con nylon o latas, y lo que antes fuera el acceso principal está cerrado.
Pasan unos minutos y asoma un hombre delgado, de mediana estatura, piel morena, frente amplia, escaso cabello y caminar lento. Sus manos temblorosas se extienden para recibir a sus inesperadas visitas.
— Tengo una enfermedad, el sol me hace mal y por eso trato de no salir—, nos dice.
La pulmonía que le afectó a finales del invierno le ha hecho bajar de peso; se ve débil y frágil a ojos de sus conocidos, quienes lo recuerdan enérgico, fuerte y ágil.
Tras un breve saludo, hace algunas señas con la mano para que entremos. Cuesta acostumbrarse a la oscuridad de la habitación, que es a la vez cocina y comedor. Algunos haces de luz se cuelan entre la madera.
En la habitación, de unos 16 metros cuadrados, hay una mesa demasiado grande para un solo comensal, oscurecida por el paso del tiempo; un Crisol oxidado convertido en depósito de agua, y un refrigerador componen el mobiliario. Algunos calendarios, de distintos años, colgados en las paredes recuerdan el paso del tiempo. Sí él no viviera en esa casa cualquiera podría pensar que se encuentra abandonada.
Aquí, la modernidad no ha entrado. Viviano pasa sus días sin luz eléctrica y agua potable. Él mismo se define como un “patiperro con buena suerte”. Desde pequeño se inició en el mundo de la minería, siguiendo los pasos de su padre y su abuelo.
Recuerda que desde muy niño su padre lo llevaba a la mina.
— Nosotros mirábamos esto como un deporte, imitábamos a los mayores. Salíamos tempranito. En ese tiempo no existían las botas de goma, así que andábamos a pie descalzo caminando sobre la escarcha o enterrados en el agua dentro de la mina. No sentía frío ni miedo. Nuestro afán era encontrar oro.
La experiencia temprana y la curiosidad de niño, le permitieron obtener conocimientos del comportamiento de la tierra, sus alteraciones, movimientos, minerales, rocas y fósiles.
— Con diez años yo ya era un profesional. Era capaz de abrir un mineral y hasta el día de hoy lo sigo haciendo. La tierra habla, solo hay que saber leerla, ya que el manto, la granalla y el cuarzo son indicadores de oro. Pero, eso no es fácil, hay que hacer prospecciones, abrir piques y luego ver si la mina es rentable. Eso lleva tiempo, requiere de varias personas trabajando de forma simultánea y, en general, pasan semanas antes de que la mina produzca. Nadie se hace rico de la noche a la mañana, esos son mitos.
¿Cuánto oro ha sacado a lo largo de su vida?, es algo que Viviano declara no recordar, ya que en general los integrantes de la familia iban juntando todo el mineral en un solo “pozo” para luego venderlo al finalizar el mes en algunas joyerías de Valdivia.
La competencia por ver quién extraía más oro era una práctica común entre los más jóvenes. Viviano cuenta que en ese entonces muchos decían que extraían al día 7, 8 o incluso 12 gramos. Sin embargo, nadie se atrevía a mostrar la recompensa obtenida luego de largas y fatigosas horas de trabajo.
— Cuando los días eran buenos, se podían sacar hasta 5 gramos. La pepita de oro más grande que saqué era del porte de un grano de trigo. Muchos dicen que este trabajo lo pone a uno tontito. Ya que el trabajo monótono y repetitivo lo llevan a aislarse.
La vida como pirquinero le ha proporcionado a Viviano Guerra otras satisfacciones que encontrar el mineral dorado. El hallazgo de restos arqueológicos y fósiles son su mayor tesoro. Armas, cuchillos de piedra, restos de animales fosilizados y piedras semipreciosas entregadas por la tierra, son lo que para él hace único y especial este oficio.
Le preguntamos si conservaba alguno de estos hallazgos. Hizo una pausa, se levantó lentamente y nos condujo hasta otra habitación. A tientas nos señaló el camino y retiró un nylon que cubría gran parte del piso. Bajo la completa oscuridad era posible tantear con los pies la existencia de piedras. Pasaron breves segundos y encendimos las linternas de los celulares. Bajo la luz resplandecieron piedras semipreciosas y algunos restos fósiles.
No recuerda con precisión el año en que encontró cada una de estas piedras que conforman su exclusiva colección, sin embargo, la pezuña fosilizada de un animal del cual desconoce la especie, es su mayor tesoro.
— Es una cosa que impresiona, está petrificado, junto a esto encontré un cuchillo de piedra, tal vez el que usaron para matar al animal.
Respecto a las armas u otros restos arqueológicos cuenta con tristeza y amargura que fue víctima de la delincuencia. Un fin de semana, al regresar a su hogar luego de unos días de viaje, se encontró con su casa “dada vuelta”.
— Se llevaron todo lo de valor, un cañón pequeño con soldaduras de oro, puntas de flechas, lanzas y oro. Pero el oro no me importa, porque puedo recuperarlo, los objetos históricos no los recuperaré nunca.
Su visión y salud en general se ha vuelto frágil, pero admite que si aún tuviera fuerzas volvería a trabajar a la mina, porque tiene identificados algunos lugares, pero son secretos. Lo dice con una sonrisa traviesa, mientras sus manos temblorosas se entrelazan.
— Los mineros nunca se cabrean—, concluye.
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Elías Solís Cisterna es uno de esos buscadores incansables. Viene de una familia minera. Tenía 23 años cuando decidió probar suerte como pirquinero. Los primeros años se paseó por los sectores de Pureo, Aragón, Chacallal y Pichilingue, siempre combinando esta actividad con labores esporádicas. La necesidad lo llevó a trabajar en la construcción para obtener mayores ingresos. Sin embargo, la revelación llegó cuando pirquineaba para Waldis Villa.
— Ahí comencé a sentir mayor emoción al momento de abrir un yacimiento o buscar oro. Desde entonces me propuse ser minero —, dice.
El año 2018, a través de un proyecto de la Empresa Nacional de Minería, cumplió su sueño, se adjudicó una concesión de 50 hectáreas en el sector de Curanilahue y se convirtió legalmente en dueño de una mina: “La Mía”.
“La Mía”, comenzó a producir pintas de oro a los dos meses de haber iniciado el laboreo. No fue fácil. A medida que iban cavan- do hacia lo profundo de la tierra, las capas freáticas se filtraban a través de los poros y rocas de la mina, desde el techo al suelo, llenando de agua el túnel.
— Tuvimos que batallar con el agua. En invierno muchas veces nos llegaba más arriba de la cintura, el frío helaba los huesos. En los pilares están las marcas del nivel al que ha llegado, 1.20 metros más o menos. Imagínese cómo era esto, sumergido en lodo y agua hasta el pecho.
Para Elías, eso son detalles del oficio. Sus manos grandes, gruesas y agrietadas son reflejo de su labor. Trabajo pesado y desgastante al mover el material (una tonelada) hacia la batea; en donde hilos de agua de diferentes presiones van filtrando los sedimentos que podrían contener oro. Es un arduo y minucioso trabajo repetitivo que conlleva horas en cuclillas, pero en el cual Elías encuentra la paz.
Actualmente, “La Mía” tiene un túnel de 90 metros de largo, 1.80 metros de alto y 1.20 metros de ancho. Está apuntalada con sólidas vigas para darle estabilidad al cerro, evitar derrumbes y crear condiciones de seguridad para quienes trabajan en ella. Elías calcula que se adentra 7 metros bajo el nivel de la quebrada.
Del pasadizo cubierto, nacen siete pasajes subterráneos, galerías que se abren bajo la tierra rocosa y húmeda. Dos tienen salida al exterior y funcionan como vías de escape en caso de emergencia.
— Esto permite la circulación del aire, modificando la temperatura y la sensación térmica, lo que reduce las posibilidades de estrés térmico por calor—, señala.
El llamado manto azul, ha sido literalmente la piedra de tope para este minero. Las picadoras usadas hasta ahora no han tenido la potencia suficiente para moler la roca. Y es que la minería de placer -recolección de sedimento y uso de técnica de lavado, puede verse enfrentada a estas situaciones cuando no hay suficiente tecnología.
A pesar de eso, Elías es paciente, no importa cuando tiempo se tarde. La cañuela le muestra el camino y sabe que en algún momento la tierra le entregará ese metal dorado, que nació de la fusión de estrellas o fue formado por la transformación de rocas bajo altas presiones y temperaturas.
— Todos los días uno viene con el entusiasmo de encontrar algo. Hay una adrenalina que nunca te abandona. Siempre esperando cumplir el sueño— nos afirma animado.
Mientras taladra la roca el minero siempre está la esperanza de encontrar una buena pepa o por lo menos unas láminas de oro. A veces, el trabajo constante tiene su recompensa, pero requiere calma y concentración.
Aquí el paso clave es el “Challado”. Para ello se utiliza un “plato especial”, que permite lavar con suavidad el material. Se deben aplicar movimientos circulares, bateando de forma constante para que no se “aconchen” los sedimentos en el fondo. Así se separan los metales pesados de los livianos.
Cuando la “cosecha” es buena, en el fondo de la challa aparecen desde pequeñas partículas hasta pepas de oro. Algunas a la vista son brillantes y puras, otras más oscuras, esto porque están mezcladas con impurezas, ya sea arena, arcilla u otro mineral. A eso se le llama “oro empavonado”.
— A veces no se saca una pinta de oro en días, y luego el agua todo lo cambia, hace que el oro decante y se vaya al fondo. Ahí uno siente un golpe de energía. El oro es como una vitamina, te alimenta. Son momentos únicos. Es una felicidad que sólo sienten aquellos que nunca pierden la esperanza.
Cada día en la mina tiene su afán. Este hombre, de 64 años de vida y 41 años de experiencia, aclara que para este trabajo se necesita tener buenas vibras, ser positivo y, sobre todo, tener fortaleza emocional.
— Antes de iniciar cada faena, en mi caso, le pido a Dios que el día sea bueno. A veces, pasa el tiempo y no se encuentra nada, y uno se va, deja la mina por un periodo, se busca otro trabajo, arregla las cuentas y vuelve. La mina nunca se abandona. Se le da un tiempo, un respiro. Luego uno regresa, cava en el mismo lugar donde había estado meses y sale el oro. Es inexplicable.
La minería del oro sigue siendo una actividad viva en Mariquina. Prueba de ello es el alto interés que existe por adquirir algunas de las concesiones mineras que salen a remate por parte de familias con antepasados mineros o empresas extranjeras.
Algunos con tecnología y maquinaria moderna, otros con técnicas rudimentarias “catean” y cavan túneles para extraer el mineral desde lo profundo de la tierra, que a simple vista no se ve, pero que está ahí, y que bajo la complicidad del agua revelará su existencia.
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