Ramón Quichiyao fue un activista ambiental, no como lo entenderíamos en los tiempos actuales donde la crisis del medioambiente lleva al activista a levantar pancartas y discursos llamando a la acción, o liderando el descontento frente a la depredación de recursos, denunciando la contaminación.
Más bien fue un activista que supo dar un enfoque espiritual a esta forma de sentir ¿Cómo lo hizo? Se preocupaba de armar grupos de niños, jóvenes y adultos, y los llevaba a conocer a pie o en bicicleta lugares como La Trafa, Huapi, Riñinahue, Pico de Toribio, Rupumeica, la circunvalación del lago Ranco, entre tantos otros rincones, y con su característico carisma apacible les guiaba y enseñaba a apreciar estos paisajes, se aseguraba que esas personas sintieran lo afortunados que eran de conocer esos lugares, el privilegio que como generación tuvieron y tuvimos de caminar sobre esos suelos, apreciándolos tanto con los sentidos, como con la mente, y con el espíritu. Qué mejor definición para un activista pro medioambiente.
Al entregar esos conocimientos y conectar esa experiencia con los sentimientos, hizo que el aprecio por el entorno nos llevara a pensar en ello como una herencia para las generaciones futuras.
Entre nosotros, que somos gente que nació al lado del lago y creció observando las montañas, azules en verano y blancas en invierno, para quienes esos escenarios son parte del cotidiano normal y corriente, él nos enseñó que subir un cerro, contemplar un atardecer, disfrutar del canto de las aves silvestres, y caminar por un bosque por el solo gusto de conocer no era un capricho, ni una excentricidad, ni una acción sin provecho; es una necesidad para el espíritu, es parte de nuestra formación como seres humanos, es un derecho. De ahí su atención de volcar esta inquietud en los niños y los jóvenes.
Pero no solo comprendía el entorno como el dominio absoluto de la naturaleza, él sabía muy bien que de la relación de las personas con el mundo natural nace la cultura, la cual también es una herencia en sus costumbres, tradiciones, ideas y conocimientos. Así es como inculcó la necesidad de conocer a las comunidades rurales, descubrir el valor de la vida campesina, y el universo que encierra el mundo Mapuche.
En definitiva, y lejos de ser una obligación institucional, Ramón Quichiyao transformó el medio natural en un gran salón de clases, sin paredes, sin lecciones predefinidas, sin las presiones de una nota final. Allí enseñó a conocer y respetar la naturaleza, al tiempo que enseñó a conocer y respetar a las personas que viven otras realidades.
El ambientalista y el humanista se encontraron en la obra de este hombre, que a través de la palabra escrita expresó su sentir acerca de cómo naturaleza y ser humano deben encontrar el equilibrio en su eterna coexistencia, a mi juicio ese es el mensaje que don Ramón nos entregó en estas palabras que encontramos en la página 48 del libro “Selva valdiviana”:
“Que el espíritu del bosque sea cla-
ridad en medio de las sombras, la
fuerza en la adversidad. Que la naturale-
za toda vierta su aliento de sabiduría y dé
a cada hombre y a cada mujer el término
exacto de sus sueños y que el silencio pinte
el rostro de los hombres con los colores del
cariño, del amor y la sabiduría.”
Quizás en este territorio la conciencia ambiental respiró por primera vez en la acción y las letras de Ramón Quichiyao, esa es otra dimensión de su herencia tanto hacia la comunidad futronina como hacia la Cuenca del Ranco y la región de Los Ríos. Esa herencia ha seguido diferentes caminos conforme han pasado los años, en la voz y representación de distintos actores, aunque siempre con el mismo objetivo y principios originales; conocer y valorar nuestro entorno, respetar el espacio natural, cuidar los recursos naturales y la biodiversidad, y enseñar a las nuevas generaciones estos mismos principios.
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